¡Ay, CUARESMA QUE NOSTALGIA ME DAS!
Hoy comienza la Cuaresma. Y es curioso. Por muchos sitios en los que esté..., la Cuaresma solo me huele a un lugar: Hellín.
Lo mismo me sucede con la Navidad, la Semana Santa, la primavera, las flores de los almendros, o el turrón.
Quizá por eso he elegido una foto en blanco y negro para que acompañe este texto.
Esas irrepetibles fotos de aquellos fotógrafos que retrataron el paso de las Cuaresmas y las Semana Santas por Hellín y que hoy con su ausencia me recuerdan que, todo llega, y todo se va...
Hay veces en las que entro a este grupo virtual y veo cosas que no tienen que ver con Hellín y pienso: ¡Madre mía, cuántas cosas tenemos cada uno de nosotros para contar! y ¡Cuántas cosas callamos!
Algunos porque no encontramos las palabras para plasmarlas, y otros porque las queremos olvidar.
Porque, inevitablemente, cada nueva Cuaresma nos recuerda tiempos pasados. Y de verdad que en ocasiones me pregunto: ¿Y dónde esos tiempos estarán?
¿Se esfuman como el humo de los cigarrillos, o, en nuestro corazón, para siempre habitan ya?
Mi madre ya nerviosa sobre su silla en la comida recordándonos que, ya no comeremos carne los viernes durante un mes.
Y yo mirando a mi padre al que, a partir de este día le iría creciendo la barba como no lo hacía en ningún otro día del año, porque es una de esas promesas que los hellineros cumplían hasta el final.
La tarde especial que tendríamos en la escuela. Todos en fila y en silencio hasta los Capuchinos donde el cura nos pondría la ceniza sobre nuestra frente. Y al salir todos nos diríamos que esa ceniza es de los muertos y se nos revolvería el estómago del miedo.
La Cuaresma siempre tenía un baile pendiente con el Carnaval.
Noche de fritillas y chocolate. Noches de dormir en la casa de mis abuelos porque si alguien hacía las fritillas sabrosas y buenas era ella; mi abuela Soledad.
El callejón de Barbarroja era una mezcolanza de olores de fritillas que salía a través de las rendijas de cada casa, mientras que los palomos gorjeaban en el palomar.
Esta semana Santa hará frío pa sacar las sillas viernes Santo por la noche a la calle de San Antonio....-decía mi abuela muy segura.
Atiusté que cosas tienes...pos no falta ná-se enfadaba mi abuelo.
Porque a él lo que le importaba era ir tachando los días en el almanaque, ese que todos tenían sujetos con una chincheta en las paredes de las cocinas y que se lo había dado algún taller de coches, o tienda de barrio, a la espera de que llegara su hermana que vivía en Madrid y su sobrina que estaba en Barcelona.
A él le gustaba que la casa se llenara de gente y así poder fumarse sus cigarrillos sin que la abuela le riñera.
Ese abuelo que tantas mañanas de Viernes santo me recogía junto a mis primos en mi casa.
Recuerdo que la salida del sol de ese día era mágica; la subida por las Columnas, el sonido de los tambores, el saludo de la gente conocida, los colores de las distintas túnicas que me parecían como florecillas silvestres decorando los campos. Los ancianos sujetos a sus garrotas arreglándose las boinas en ese penúltimo intento por llegar un año más. Ver a mi padre entre los tamborileros que esperaban en el Calvario sin dormir en toda la noche. Yo subía rezando por el camino de tierra para que mi padre no hubiese bebido más vino de lo normal.
Y la fe. ese sentimento tan profundo que, desde que comencé a respirar me transfirió mi padre, y mi madre, y mis tios y abuelos.
Esa fe que solo tiene un nombre: Hellín.
La Semana Santa me gustaba porque siempre estrenaba algo el Domingo de Ramos. Y porque vería el puesto de una señora que cada año se instalaba cerca de la Parroquia exponiendo decenas de gafas de sol que yo quería comprarme y que nunca conseguía. Costaban setecientas pesetas y eso era mucho dinero.
Y en la adolescencia me encantaba porque esas noches se llenaban de chicos de otras ciudades con los que acabábamos intercambiándonos direcciones para podernos cartear.
La Cuaresma en este 2023 me llega repleta de recuerdos de hellineros y hellineras que no están. Y que ya no estarán nunca más.
De puertas cerradas por las que paso e intento mirar a través de las ventanas para recordar que allí vivió una amiga del colegio, un amigo de mi hermano, un vecino, y cuyas madres siempre estaban dispuestas a dejarnos entrar.
Tampoco faltaban las abuelas desgranando las habas y recordando tiempos pasados en los que sus abuelos y su gente también habían dejado de estar.
No había salón en el que no apareciera un tambor para arreglar, para limpiar. Ni túnica a la que no había que bajarle el ruedo, o coser algún roto del año anterior, o simplemente agregarle un retal que siempre sería de color más oscuro.
No sé por qué pero los santos tenían más velas encendidas en la Parroquia a partir de este día, y las horas en el reloj de la Iglesia ya tenían un sonido especial.
La castañera junto al quiosco azul sabía que pronto debería retirar sus ascuas y las castañas, porque ella era invierno y la primavera comenzaba a despuntar.
Pronto las habas llenarían el Mercado, y las tiendas de los barrios comenzarían a vender más harina, huevos y tomates de lo normal.
Y Ruescas escribiría sus columnas y los poetas comenzarían a recitar. Y las rosas de la Rosaleda comenzarían a abrirse para llenar el jardín del aroma a manzanas con caramelo, panecicos y bacalá...
Y la máquina de mi padre crearía carteles a todo color, y el maestro Picazo a su banda por las tardes pondría a afinar, mientras que por las mañanas muchos serían los zapatos que tendría que arreglar.
Y en Ripoll y Paco Mechas no pararían de vender hilos y botones y en el bar de Pepiche los bidones de cerveza comenzarían a llegar.
Mientras que Pepera ataría globos a su carro para que los niños pudieramos jugar.
¡Ay, Cuaresma. Eres de lo poco que siempre está!