LA FAMA CENTENARIA DE LOS TAMBORES DE HELLÍN
“Si acercándote al pueblo, como perdido peregrino que no se sabe a dónde llegar, creyeras penetrar en la región ensordecedora de los truenos; si oyeras el ruido colosal de todas las cascadas de la tierra y la lucha de todas las olas del mar; el fragor de las baterías de una plaza sitiada; el martilleo incesante de mil fraguas de Vulcano o de mil batanes como los que llegaron a poner en duda el valor de don Quijote; la trepidación del espantoso terremoto acompañada de violentos ruidos subterráneos, ten seguridad de que te aproximas a la ciudad de Hellín en Jueves o Viernes Santo”, así se decía en un artículo publicado en “El Social de Hellín”, en marzo de 1915.Se hablaba entonces de 2.000 tambores, quince años después se cuantificaban en 8.000. En los últimos años se ha rozado la cifra de los 20.000. La fiesta del tambor en Hellín se ha multiplicado y crecido hasta incluso recibir, junto a Tobarra y Agramón, la declaración de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Como toda tradición, La Tamborada ha recorrido un largo camino plagado de anécdotas, vicisitudes varias y penumbra.Como ha recogido Frutuoso Díaz Carrillo, según la tradición, en 1411 llegó a la villa san Vicente Ferrer, mediado el mes de abril, “dicen que el santo quedó absorto cuando, desde el monte, pudo contemplar la vega, a la vez que la semejanza con el Gólgota”. Al parecer, aquella visita fue el comienzo de la celebración de la Semana Santa en Hellín; una festividad religiosa que se extendió a lo largo de los siglos y fue incorporando liturgias. Hacia el siglo XVIII, ya había 13 ermitas en el municipio. Por aquel tiempo, y cómo han contado Antonio Moreno y Fernando Rodríguez, se describía así a Hellín: “goza de un terreno y cielo muy benigno, que con su situación le hace saludable; y fue uno de los dos Pueblos, que en este Reyno se le propusieron a el Señor Carlos Quinto, para su favorable habitación. Tiene muy buenos, y dilatados campos, y su huerta es fertilísima, la que riegan con unas copiosas fuentes que nacen en sus mismos términos”.Hacia el siglo XIX, “la inmemorial costumbre”, como lo definió el que fuera cronista Emiliano Martínez, empieza a cambiar. En 1823 se establece una nueva procesión y se crea una sección de tambores, “con tanta aceptación por parte del pueblo que fue aumentando el número de ellos, y a los pocos años ya eran multitud”, escribió Martínez en la revista “Macanaz”, en 1952. Según nos contó hace unos días Jose Antonio Iniesta, escritor de docenas de títulos, “el origen de la tamborada es fruto de una rebelión”. Explica el investigador y autor de “La Gran Tamborada” que en los años 1859 y 1876, “nazarenos con tambor” se escinden de la procesión. No existía aún el término de tamborileros. Estos atrevidos fueron amonestados por las autoridades eclesiásticas y representaron una verdadera revolución. En el primer Larousse francés de 1873 se afirmaba sobre Hellín, “las calles son rectas y bien pavimentadas. Las casas elegantes, con fachadas pintadas de varios colores”.En 1881 se formaron las Hermandades y hasta ahora. Pero antes de alcanzar el hoy, la tradición del tambor adquirió resonancia en los periódicos. En los años 30 del siglo XX, en distintas ocasiones, la festividad ocupó las páginas de una ilustre revista con miles de lectores, “Estampa”. Acompañado por las fotografías de Benítez Casaux, en uno de estos reportajes se pude leer: “Todo Hellín es un largo, un inacabable bordoneo. Parece que un enjambre de aviones invisibles están quietos, observando desde el infinito azul la traza de esta vieja ciudad, alegre, industriosa y hospitalaria como pocas. Son los tambores; el ruido de los tambores, que redoblan, que repican y cantan, que baten incesantemente, desde el miércoles Santo hasta el domingo de Resurrección”. Estamos en 1930. El redactor mostraba su sorpresa al conocer la festividad y contaba con humor que si en el resto del mundo los recién nacidos vienen con un pan debajo del brazo, “aquí lo hacen con un tambor”. Para el anfitrión del periodista, Carmelo Galauret, “el ochenta por ciento de los habitantes de Hellín tiene un tambor en su casa”. Lo cierto es que el zumbido ya se sentía a kilómetros y hasta los más mayores del lugar, como Bartolomé Sequeros Cañavate, entrevistado para el reportaje, no tenían claro cuándo comenzó este fervor. Para el viejo tamborilero, la pasión le venía desde antes de saber leer y manifestaba que “ahora ya me falta pulso, energía, fuerza”.Un tambor costaba entonces entre cincuenta y doscientas pesetas. Bartolomé, artesano del instrumento, aún conservaba el entusiasmo. El autor del reportaje se fija en sus manos, en cómo acaricia la caja como si fuera uno de sus nietos y relata: “Un redoble de tanteo. El rostro, arrugado y pálido antes, se colorea con la emoción interior. Tiene este hombre, frente a su amado tamboril, la actitud de un viejo violinista al querer recordar años de gloria y juventud. Sus manos se agitan, y los ágiles palillos reviven sobre el tenso parche toda una historia, todo un mundo de recuerdos. Repican, baten lentos, saltan juveniles, retozan, arrancan la luciente caja, tonos y alegrías insospechadas por nosotros, torpes mortales que apenas si hemos podido hacer un rataplán titubeante”. En 1980 apareció la primera revista monográfica, “Redoble”, después llegaría “Tambor” y aún después, todo un inmenso material impreso y audiovisual que han logrado que la fama de los tambores blinque incluso el ámbito nacional. Un infinito inabarcable, o como evoca Carlos Hernández Millán, poeta hellinero premiado en 2021 en el Certamen Hellín Dos Patrimonios: “Hoy, más que nunca, de madera y sangre se visten los primeros días de toda primavera”.
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