El arcángel San Rafael, sentimientos y recuerdos del pasado.
Texto y fotos: José Antonio Iniesta Villanueva.
Un pueblo que expresa vida, que siente y ama, preserva sus tradiciones, como cuando saca a la calle la imagen del arcángel San Rafael, patrón de Hellín, una larga historia de siglos y muchos misterios todavía por desvelar. Medicina de Dios es su atributo, y una mirada de niño con unos ojos a los que antaño mi madre, Dolores Villanueva Villanueva, le daba brillo con clara de huevo, preservando un amor que siempre me estremeció, más allá de todo quebranto de la existencia y de los rigores y sufrimientos de la naturaleza física. Me emociona pensar que es ahora mi hermana, Dolores, la que preserva ese legado de amor y de ofrenda que nuestra madre guardó durante tantas décadas. Se sienten en la mente, en el cuerpo y en el alma, los recuerdos de un barrio de San Rafael, que siempre se encalaba por estas fechas, un laberinto interminable de memoria y de leyenda. Y ahora, hay un mercado medieval que parece revivir la convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en el pasado, el legado de las tres culturas. Pasa el tiempo, se van los que siempre fueron, pero queda una historia memorable, aun con el dolor de lo que se ha perdido, y la devoción a San Rafael, que para los que vienen de fuera, sorprende por ese regalo doble que nos concede el símbolo de líder de hueste celestial que siempre será, con escudo y espada, el del arcángel San Miguel. La historia tiene tantos misterios, que nunca serán desvelados del todo, pero al menos queda el inmenso agradecimiento para mis tíos abuelos: Rosario y Horacio, porque a pesar del riesgo de perder sus vidas, y del injusto olvido que siempre es propio de los seres humanos con quienes más merecen ser recordados, salvaron la imagen de San Rafael para entregarla al futuro de todos los hellineros. El joven Tobías, con su pececito en la mano, contempla el paso del tiempo, en el que no podemos más que asistir al milagro de la perpetuación de lo que se considera sagrado. Queda muy lejano, y sin embargo me parece que fue ayer, cuando era tan niño, que en la ermita que corona el cerro metía la cabeza entre el retablo antiguo y la pared, pensando que esa oscuridad que veía era el cielo insondable, y que en el altar, San Rafael estaba realmente vivo y se plantaba allí, tan imponente como tierno, para asistir en persona a la celebración de la santa misa, pero convencido de que cuando terminara, volvería de nuevo a ese infinito cielo que imaginaba que estaba en aquel hueco que tan misterioso me parecía. Queda el dolor, siempre el dolor, de tanto como se nos va para siempre, pero de alguna forma, que no podemos entender del todo, mi madre y yo seguimos diciendo lo de ¡Viva San Rafael!, que expreso en voz alta cada noche de un 24 de octubre, y mi padre, Rafael Iniesta Portaña, todavía organiza la fiesta en la placeta y está preparando la cucaña para que quien consiga subir hasta lo más alto, pueda recoger el trofeo que sólo le es concedido a los más atrevidos. Pasa el tiempo, nadie lo detiene, pero ni el mismísimo Universo, con toda su infinitud, consigue que se borren de mi memoria los recuerdos de un tiempo que se me antoja de ensueño, la mirada de mi madre contemplando, embelesada, en la puerta de la casa donde nací, el paso de un arcángel que recorrió caminos adoptando la apariencia de un ser humano para devolverle la vista a quien lo merecía. Ay, si ahora nos diera la visión para poder ver a aquellos que tanto lo honraron en vida, entre ellos mis padres, y que ahora, sin duda, escuchan su vibración sonora, en el mismísimo reino de los cielos…
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