miércoles, 2 de agosto de 2023

ELLA ES MI MADRE.Sol Sánchez

ELLA ES MI MADRE.

Tendría unos veinte años y, para esa fotografía posó en el jardín de la Rosaleda.

Supongo que, si le preguntara a ella, me diría que el tiempo se le ha pasado como un suspiro. Que se han quedado tantas cosas por hacer...

Recuerdo ese día exacto en el que siendo una niña me enteré de que la vida no era eterna.

No sé quién me lo dijo. Solo recuerdo que esa tarde era de invierno. Yo volvía del colegio Isabel la Católica y subía por la calle Antonio Falcón cuando estaba atardeciendo. 

Al llegar frente a la Parroquia sentí que me temblaban las piernas y me ahogaba un nudo en la garganta por la angustia que me embargaba.

Creo que también fue ese uno de los primeros momentos en los que vi a las golondrinas volar y bajo ese cielo de nubes rojizas y su trino por primera vez en la vida sentí nostalgia.

Me fui a la iglesia. Todavía guardo en mi memoria el helor al entrar, el chirrido del portón, y el olor a cera quemada.

No pensaba en mí. Me aterraba que mis padres se fueran para siempre. La sensación de no volverlos a ver más me oprimía el corazón.

Pasaron los años, y me quedé sin ellos. Mi madre está, pero ya sabéis…

Lo cierto es que, con el tiempo te das cuenta de que todo, absolutamente TODO va desapareciendo y ¿quién está preparado para eso?

Una tarde escribiendo me pregunté: ¿Y dónde queda lo que hemos vivido? ¿Lo que hemos amado? Incluso lo que hemos llorado. ¿Y dónde quedan las personas a las que hemos querido y se han marchado?

Y me acordé de algo que, en esos días, supongo que para intentar animarme me contó una maestra del colegio. 

Y desde entonces siento cierto alivio porque me he convencido de que lo que vivimos queda por siempre en los rincones del pueblo en el que nacimos y crecimos. 

Ahí deben entrelazarse los suspiros de los recuerdos, los latidos de los besos, los murmullos de las conversaciones compartidas y los susurros de los secretos guardados.

Aquellos días en los que corrimos y jugamos deben aferrarse a las calles, a las fachadas de las casas antiguas de nuestros abuelos y a las rosas que ese día de la foto mi madre tocaba en el jardín. 

Los besos que nuestros abuelos nos dieron deben deslizarse en las sombras de los callejones estrechos, susurrar entre las ramas de los árboles y ocultarse en los portales que guardan historias centenarias.

Los achuchones más románticos de nuestra adolescencia, sin ninguna duda se adhieren a los pinos del parque, al calor de las butacas de los cines, que aunque algunas ya no están, pero un día existieron y eso nada ni nadie lo podrá cambiar. 

Se desperezan en los albaricoqueros y se desvanecen suavemente en los atardeceres dorados que tiñen el horizonte al caer el sol.

Las conversaciones de tu padre y del mío fluyen en los cafés con aroma a nostalgia, en las plazas de nuestra vida y en los balcones desde donde se ven las procesiones pasar. 

Y no importa para nada, que esos bares ya no existan. 

Los anhelos de nuestras madres están entre los botones de Paco Mecha y Ripoll. Entre las novelas de Corín tellado y la lana que un día se tejió. Están en los abrazos que cada una de ellas nos dio.

Los secretos encuentran su guarida en las torres de las iglesias, en las capillas escondidas, en los rincones sombríos de los antiguos edificios y en algún pespunte de los mantos de las imágenes que nos emocionan a su paso.

Se resguardan en las sombras de los callejones olvidados y en el pasadizo de Cuevallá que solo conocen los corazones valientes.

Hay personas que, al leer algunas de las cosas que escribo,  me ha llegado a decir que vivo en los Mundos de Yupi.

Y como mi madre me enseñó: Prefiero ser una soñadora en un mundo que a veces parece carente de magia, que estar atrapada en un mundo limitado por la realidad, en el que deba aceptar que todo, absolutamente TODO se acaba perdiendo.

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