domingo, 23 de julio de 2023

Coronavirus, cuentos para leer en casa.José Martínez Olivares

Coronavirus, cuentos para leer en casa

Desde los tiempos de Perrault sabemos que si Caperucita no quiere que se la coma el lobo, lo mejor es quedarse en casa, y desde mucho antes, cuando las grandes epidemias de peste, que el aislamiento era necesario y también las máscaras y guardar las distancias físicas. Durante la llamada gripe española (a alguien le debía de tocar el sambenito) se aconsejaba cruzar los dedos y no acercarse al que tiene síntomas por las gotitas de saliva que despide al hablar y toser, para evitar respirarlas. Procurar no entrar en lugares cerrados donde se reúne mucha gente y los que están mal ventilados y sucios. Extremar la limpieza de la casa y abiertas todo el día las ventanas de los dormitorios y se ventilen con frecuencia los locales donde se permanezca durante el día. Estar en el campo el mayor tiempo posible porque el aire libre, el agua y la luz solar son los mejores desinfectantes en esta ocasión y observar mucha limpieza de la boca y manos. Sólo la vacuna logró la inmunidad de rebaño. Ahora estamos en las mismas salvo una mejor asistencia sanitaria y mayor nivel de vida. El miedo y la incertidumbre son iguales, acrecentados por toda una retahíla de divagaciones y de un torrente de estadísticas que ya resultan mareantes. No voy a entrar en discusiones sobre algo de lo que no sé, solo afirmo que yo me voy a recluir como respuesta a la situación crítica que vivimos. Otros desgraciadamente no se lo pueden permitir por muy distintos motivos. Mi respeto hacia ellos. 

El día de San Antonio (13 de Junio) del año pasado interrumpí el cuento diario (Ramón el Roche) que hacía el número 54. Los reanudé hace quince, pero con una periodicidad semanal. Salud para todos.

Quincuagésimo sexto cuento; y no olvides: QUEDATE EN CASA

El mendigo

Para todos era un desconocido, un mendigo de mediana edad que trasportaba un carrito de Mercadona con sus escasas pertenencias. No tenía nombre ni historia conocida. 

Pasaba los días en la puerta del Súper Sol frente al mercado de las Atarazanas leyendo postrado con una gorra vieja de béisbol ante él, tratando de recoger alguna moneda.

Era lo que algunos llaman despectivamente una excrecencia social, una víctima de la crisis; un perdedor de todas las batallas, un excluido. Pero antes del crack, era un alto empleado de una multinacional y gozaba de una posición social envidiable. Vivía en un dúplex en una buena urbanización de las afueras y conducía una berlina de alta gama alemana.

Una reestructuración lo dejó en la calle junto a muchos de sus compañeros. Durante los dos años de prestación, fue navegando, pero tuvieron que vender el piso, pues no podían hacer frente a la hipoteca. El coche lo malvendió porque su mantenimiento era carísimo y ante la escasez y el descenso del nivel de vida, vinieron los desacuerdos familiares, que desembocaron en un divorcio más tarde. El dinero se lo comieron su mujer y las deudas y tras acabar el subsidio, su situación se fue deteriorando.

Solo, sin dinero ni casa, sin apoyo familiar, buscó infructuosamente trabajo. En verano dormía en la playa de San Andrés y en invierno en un jergón bajo el Puente de la Esperanza. Su soledad la compartía con un pastor alemán y un tetrabrik de Don Simón. Todos los mediodías, acudía a los Ángeles de la Noche junto al Guadalmedina, para buscar algo de comida junto a muchos marginados y algunas veces encontraba acomodo en el albergue de San Juan de Dios.

A veces se sacaba unos euros haciendo de gorrilla en los aparcamientos de la playa, poca cosa pues eran muchos los desesperados que hacían guardia esperando un coche en busca de plaza libre. Pero aunque la competencia era mucha, ellos se respetaban y no había disputas. Casi todos eran alcohólicos y pasaban las horas muertas hablando de banalidades y bebiendo vino. Nadie hablaba de sus problemas. La marginalidad lo disoció y cada vez más fue apartándose de todos. 

La vida en la intemperie es durísima y peligrosa, pues debía de bregar con el frío y las agresiones de otros mendigos y de los intolerantes. Los días, los meses y los años fueron pasando de forma monótona y su estabilidad mental se deterioró a la vez que su salud cada vez más precaria a consecuencias del frío y el hambre.

Una mañana de Enero lo encontraron muerto congelado bajo el puente de la Aurora. Estaba indocumentado. Lo enterraron en una fosa sin nombre. Nadie acudió a su entierro, nadie lo lloró.

José Martínez Olivares

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