Mi tío Juan ya está en la luz del amor y de la gloria
José Antonio Iniesta Villanueva
Sé de la gloria que espera al otro lado del umbral de la muerte a las buenas personas en el último día de su existencia en este mundo, y al mismo tiempo del dolor inexpresable y lacerante del quebranto, ese alambre de púas que desgarra el corazón y te deja sin aliento cuando te despides, aunque sea temporalmente, de un ser que has querido, quieres y querrás como parte de lo más hermoso y florido de una larga vida.
Mi tío Juan, Juan Villanueva Villanueva, ha sido siempre una bendición en mi existencia, uniéndonos un cariño que no puede someterse a medida alguna, con lazos de sangre, de admiración y amor de sobrino agradecido, que van más allá del espacio y del tiempo.
Qué hermoso abrazo le habrán dado mis abuelos a su paso por el resplandor de luz de las estrellas, el de mis padres, que lo querían con locura, junto al de mi tía Josefa y tantos otros familiares del linaje de los Villanueva, que viene de ese viejo molino al que mi madre me llevó siendo un niño para que lo viera, que ahora se conoce como el de Zamorano.
Ayer fue sin duda uno de los días más extraños y surrealistas de mi vida, y sin duda uno de los más amargos y dolorosos, en esas tristes horas en las que hacía trapecismos para estar entero, por eso de guardar las formas. Pero nada en el mundo puede contener esa marea de desolación profunda. Después de tres días de llorar en soledad de forma incontenible, pensé que ya no me quedarían lágrimas cuando llegué a la bellísima Altea, mi pueblo de ensueño de los veranos de la infancia, sin duda uno de los más hermosos de España, pero no hay ser humano capaz de detener el raudal de sufrimiento cuando surge de lo más profundo del alma. En trozos me partía al ir detrás del féretro en la misma calle por la que iba a su lado cuando apenas levantaba unos palmos del suelo en el día de su boda, para casarse con mi tía Magdalena. Si hay alguien que haya conocido en mi vida que exprese la pura esencia de la santidad, de la mansedumbre, de la beatitud y la entrega desmedida en cada uno de los instantes de su existencia a su familia y a todos sus semejantes, es sin duda ella. Siempre cuidando a la familia, a tantos enfermos, incluso leprosos, a los más desfavorecidos, orando y perdonando, sin descansar ni un instante, desde que se levanta hasta que se acuesta, en una más que larguísima vida. No pudo amar mi tío a una mujer que se pareciera más a lo que imaginamos que es un ángel. Digna hija de su madre: mi “tercera” abuela, Magdalena Orozco Riera, que por puro merecimiento Dios la tiene en la gloria.
Antes de emprender el duro viaje, por tantos motivos, más allá de este vértigo que supone un estado de alarma por pandemia, con más extrañas vicisitudes de las que se suelen tener en un año entero, las agujas del dolor se clavaban más de la cuenta al ver uno de mis grandes tesoros, las fotos del álbum familiar, y en especial una en la que comenzando en este viaje de la vida, al lado de la herradura de la suerte, que todavía conservo, del árbol navideño, mi tío me miraba embelesado, con esa mirada de ternura y amor con la que siempre me ha mirado.
Extrañas calles de Altea, cuando cambié el aroma de jazmín de la infancia por rosas rojas con un texto más que sentido: “Con todo el amor de la familia Villanueva”. Empañadas las blanquísimas fachadas por la mirada enturbiada, incapaz ya de ver a mi tío a mi lado, camino del acantilado para buscar lapas, mientras me contaba semblanzas del pasado, en el que había construido embarcaciones, o para llevarme a buscar ranas.
Pesaroso el andar, y un nudo en la garganta, ahora que no me enseñaba el arte de los pintores bohemios de aquellas callejuelas, que a mí me fascinaba, al tiempo que me hartaba de comer algarrobas y buscaba saltamontes entre huertas de olivos que ahora han sido materialmente eliminadas para construir una gigantesca colmena de lujosos edificios en tributo a eso que algunos consideran progreso.
Me quedaré por siempre con ese balcón, ayer tarde vacío, en el que me esperaba, con mi tía, con ese amor infinito que sentía por su sobrino. Qué angustia indefinible, qué ahogo en la garganta, qué fuego el de las lágrimas, las que vuelven a surgir a raudales ahora mismo mientras escribo, cuando ves que ese altar de los sueños que fui levantando a su lado, entre aquellas calles de guijarros, de viejos pescadores y recios agricultores, se viene abajo y tras el estruendo y la polvareda aparece un féretro que entra a la Iglesia de Nuestra Señora del Consuelo, con esas cúpulas azules que él y yo contemplamos tantas veces juntos.
Ya no volveré a pasar a su lado por el Portal Viejo, donde me leyó el poema de Francisco Martínez Orozco:
“Turista, tú que curioso
recorres nuestro planeta,
detente y sube a esta plaza
que es la diadema de Altea.
Y desde la balconada
del borde de su meseta,
verás un campo de Edén
que cerca la esbelta Bernia
y creerás ver del Cielo,
un trocito aquí en la Tierra.
Tal vez te canse el subir,
¡pero bien vale la pena!
Bien sabe Dios que valió la pena. Nunca hasta ayer me cansó esa subida que tantas veces he hecho, porque nunca lo hice con esas rosas rojas que eran mi última ofrenda a uno de los pilares de mi familia. Se desmigaja un linaje con el paso de los años, se diluyen las ramas de un antiguo árbol genealógico, perdiéndose en el olvido tantos sueños colectivos, que ahora rescato en mi archivo uniendo fotos, retazos de recuerdos, viejas entrevistas y documentos de nacimiento y matrimonio de no sé cuántos siglos.
En mí confluye en gran medida esa memoria, incluso las palabras de mi bisabuela, Concha Oliva Valenciano, que nunca dejaré de preguntarme por qué siendo un niño de muy pocos años fue la primera persona que me reveló el misterio de cómo fue salvado en Hellín la imagen de San Rafael Arcángel durante la Guerra Civil por mi tía abuela Rosario Villanueva Oliva.
Misterios, lágrimas, recuerdos, que se trenzan en las redes del destino. Una de las joyas de mi archivo es ahora una foto en la que estoy con mi madre, mi hermana, mi tío Juan y mi bisabuela, tan queridos por mí. Ay, cuánto lloran los ojos y el corazón de mi hermana, ella que compartió como yo tantos viajes a Altea y embeleso por nuestro tío del alma. Dios nos ayude a los dos a serenar el ánimo con el paso del tiempo.
Hilos de tiempo que se van trenzando y luego se disuelven, pero se vuelve a tejer un futuro en otro lugar, o frecuencia, o vórtice de energía, en el que sé que volveremos a encontrarnos. Y no será ya en el Portal Viejo de Altea, sino en el de la pura luz, bajo el arco que lleva al recinto de la gloria.
Pero vino una brisa de aire fresco después de la aventura de atravesar el embudo de coches de la guardia civil más grande que he visto en mi vida, con la fortuna de poder superar el confinamiento perimetral por este virus que nos atormenta, en el que el amable agente me permitió salir de una enorme hilera de coches detenidos, al poco de salir de Hellín, sin pedirme ni la documentación ni salvoconducto alguno nada más ver mi rostro y explicarle cuál era el motivo de mi viaje, y de pasarme (como parte de las horas del caótico regreso) una entera en una carretera cortada también por la guardia civil por causa de un accidente que se había producido. Fueron, sin embargo, apenas dos de las incontables incidencias de ese pesaroso viaje, uno de los peores de mi vida. Cuando salí de Altea, dejando atrás las cúpulas azules de los recuerdos de mi infancia, repentinamente me envolvió una oleada de paz que me es conocida, una relajación que es digna de vivir, y sorprendentemente esbocé una sonrisa. Sabía que estaban observándome, y su mirada, la de todos ellos, era hermosa y apacible, tenía la certeza de que el linaje de los Villanueva que ya estaba en la luz se sentía muy feliz, “en amor y compaña”, como decimos en mi tierra, y de una forma inexpresable sentí el inmenso amor de mi tío de nuevo, más cerca, si cabe, que nunca. El día anterior había comenzado a escribir un nuevo libro “Memento mori” (piensa en la muerte), una necesidad vital del alma humana para aprovechar, precisamente, cada instante de la vida como el más sagrado de los elixires, porque en verdad “tempus fugit”, el tiempo se escapa, se va, se desvanece, y lo más hermoso de la vida termina desapareciendo con un suspiro. Lo primero que empecé a escribir, nueve páginas de un tirón, entre lágrimas, fue la historia vivida con mi tío, tantos sublimes recuerdos. Como homenaje a toda mi familia, a todos los que se fueron, a los que siguen estando, continuaré la historia de mi tío Juan, “el del bigote”, como desde niño lo conocí, recordando tanto como fue sublime, tanto como nos enseña que la vida es bella, a pesar de los pesares, porque es el regalo que se no ha otorgado para compartir, para aprender, para viajar una y otra vez en el larguísimo ciclo de las vidas.
Que el triste velo de mi dolor no empañe mi sentimiento, mi profunda creencia de que existe un reino de la Luz en el que el amor es infinito, donde cesan los dolores de la carne, y mi tío, que ya había perdido en gran medida la vista, caminando casi a ciegas, ahora ve lo humano y lo divino, sabe de mí, de cuanto ahora escribo en su memoria, y seguirá estando, bien sabe Dios que seguirá estando, y tal vez un día, con un susurro, con el movimiento de una página en el escritorio, o con un abrazo de los que da la pura luz, me recuerde que está a mi lado.
Con mi mano en su pecho, en su ataúd (segundos antes de ocupar el nicho en el que para siempre yacerán sus restos mortales), su propia embarcación para navegar por las aguas del Leteo (pero no aguas del olvido como las de la mitología griega), me despedí de él, aunque no se ha ido, ni de mi corazón, ni de mi conciencia, ni siquiera de mi vida, porque seguirá estando, pero de otra forma, con inmensa luz, volviendo a trenzar sueños conmigo, más sutiles, los que guardará el silencio, contemplando el horizonte de un mar insondable, que ya no será el Mediterráneo, sino el del tejido de luz de la conciencia de Dios.
Buen viaje hacia la Luz, querido tío, mi tío del alma… El Infinito es tuyo para siempre…
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