miércoles, 1 de marzo de 2023

FEBRERO EN NUESTRA NIÑEZ .Sol Sánchez.

 FEBRERO EN NUESTRA NIÑEZ




Gracias a todos por vuestros comentarios. los leo todos y además varias veces.


Siempre me imaginaba siendo una niña a los meses del año como si tuvieran forma humana. Hoy, os dejo que hagáis un paseo por ese mes juguetón.


La fotografía me la cedió la persona que la pblicó, además de muchas historias de amor que incluí de personas que ya no están fisicamente, pero que, a buen seguro que, nos visitan en el mes de febrero.


De mi libro: Recuerdos al arrullo del invierno en Hellín.


Febrero era un hombrecillo alocado, delgado, de baja estatura, que también iba de paso. Un bufón dispuesto a todas horas a robar carcajadas y cambiar leyes. Un artista ambulante enamorado, dejando un rastro de romances en las calles, conocido como “febrerillo el loco”.


Calles en las que en febrero nos podía aparecer cualquier personaje inesperado. Callejones y plazas vistiéndose de fiesta y disimulo. Colores y luces entre las que se distorsionaba la realidad.


Febrero…

Era ingenioso, cuentacuentos, huidizo, e impetuoso.

Escondía críticas constantes en las esquinas de dudable apariencia. 

Ángulos trajeados de cultura y tradiciones populares que perdurarán a lo largo de los siglos entre parodias y galas.


Febrero…


Olía a chocolate y paparajotas.


Marcaba la diferencia, trayéndonos solamente veintiocho días, sumando una jornada más cada cuatro años. Una broma para aquellos que nacían el veintinueve de febrero.


Un mes en el que el frío intenso seguía con nosotros.


Nos daba la oportunidad de continuar por las mañanas rompiendo el hielo en los charcos con la punta de las botas o los zapatos.


En el colegio nos entregaban la nota con todo lo que debíamos comprar para comenzar a elaborar en la clase de manualidades el regalo que llevaríamos a casa para el Día del Padre.


Acercándonos a la primera quincena del mes nos dejaban engalanar las aulas con corazones recortados en cartulinas de colores.


En los días previos, al Día de los Enamorados, los escaparates del Pueblo aparecían adornados de una forma muy especial, decorados con un gran mimo, en una distinción al amor.


Algo inusual se respiraba en el ambiente, en nuestros padres, en las parejas jóvenes… ¡Hasta la tele se vestía de amor!


Las películas y los programas estaban dedicados al gran San Valentín.


Allí estábamos los sábados y domingos por la tarde, frente al televisor, mientras que la lluvia golpeaba los cristales, viendo “El Día de los Enamorados” en blanco y negro con el carismático actor Tony Leblanc.


Pero si algo nos apasionaba de febrero era la llegada del Carnaval. 

En clase, nos explicaban su significado con palabras difíciles de entender para nosotros: fiestas paganas en honor a Baco, el Dios del vino. Calendarios lunares. La antigua Sumeria…, chirigotas. ¡Días llenos de misterio escondidos tras un antifaz!


Por eso los niños manteníamos reuniones en los barrios, exponiendo cada uno las historias que conocíamos. Comité de hallazgos que duraba horas. En aquellos años tampoco disponíamos de una documentación veraz, por lo que no había más remedio que invitar a dicha reunión al arte de inventar, culpable de que en las noches de Carnaval, acostados en nuestras camas, la oscuridad se llenara de brujas, hombres sin cabeza y gigantes, hasta que el sueño se apoderaba de nosotros.


En el quiosco de “Pepera” aparecían como setas las caretas de cartón que sujetábamos con una goma alrededor de nuestra cabeza. Máscaras que imitaban el rostro de brujas, piratas y habitaban sobre las sillas…, colgadas en cualquier parte de la casa. ¡Al verlas nos envolvía una inquietud interior!


Febrero…


El fin de semana anterior al Martes de Carnaval, en cada barrio, casi todos los niños cogíamos prendas viejas de nuestros padres. Hasta un trozo de sábana nos servía para convertirnos en hadas y princesas, en maleantes y bucaneros. Danzábamos por las calles entre carcajadas y pisotones, con las caras pintadas con carmín y tizas, en una libertad inventada, mientras las estrellas brillaban en lo alto y los gatos se escondían asustados por las esquinas.


Miércoles de Ceniza era especial en nuestras vidas. Desde el colegio, a las cinco de la tarde, en una larga fila nos dirigían hasta la iglesia más cercana para recibir la Señal de la Cruz con la ceniza. 

Después, nos gustaba que llegase la noche, beber chocolate y comer fritillas hasta que nos doliera la barriga.


Así comenzaba todo: el disparatado señor Carnaval bailando estrechamente con la señora Cuaresma bajo el cielo hellinero.


Febrero…


Viernes en los que en la mayoría de hogares no se podía comer carne y esa prohibición nos despertaba rebeldía. Nos contaban que los ricos que pagaban a la iglesia si tenían permitido comerla. 


Momento en el que comenzábamos a cuestionarnos muchas cosas.


Tradición que nos hizo conocer el potaje con panecicos y otros manjares de la gastronomía hellinera, que habitualmente llegaban a la mesa los Viernes de Cuaresma. Días en los que observábamos que a los padres les crecía el pelo de la barba, y las madres encendían mariposas de luz, constantemente. Promesas para las que todavía éramos muy pequeños. Lo que nos entusiasmaba a adultos y niños, era comenzar a descontar los días que faltaban para la gran Semana Santa hellinera.


Febrero…


Nos traía en sus atardeceres el aroma a castañas asadas, tonteando con la brisa que nos acercaba el sonido de las bandas de cornetas y tambores en sus ensayos por las callejuelas de la Villa. Una música casi celestial, arraigada a nuestras entrañas, que convertía a Hellín en un escenario de sentimientos y emociones contenidas que, en breve, comenzarían a despuntar desde el corazón y las azoteas con los redobles de los primeros tambores.


¡Febrero era corto, muy corto! Los días volaban entre el alboroto y las ilusiones. Con los mofletes sucios de chocolate, mirábamos al díscolo titiritero perderse entre las nubes con un pañuelo multicolor y una fritilla enganchada en sus dedos.


¡Era el loco de febrero!


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